domingo, 6 de junio de 2010

Street Dance 3D

Existe una realidad paralela a la nuestra, pero inmersa en su cotidianeidad. Una realidad bella, prístina, de cuerpos perfectos y vientres planos. Una realidad magra, sin colesterol, sin vicios. Y se ha apoderado de audiencia y prime time desde nuestra pequeña pantalla. Es la realidad que viven los protagonistas de “Street Dance 3D”, primera película de baile tridimensional de esta era cinematográfica capaz de cualquier cosa con tal de reventar taquillas. Al frente de la propuesta, Max Giwa y Dania Pasquini, que debutan con esta historia de superación personal inocente, candorosa, ficticia en su perfección, que recupera el halo de leyendas del subgénero de pimpollos bailarines con un toque de rebeldía tan naif como sincero en su falta de pretensiones. Tener tan claras las escasas exigencias del público al que te diriges es ventaja considerable.En el mundo en el que se desenvuelven los chavales protagonistas, la mayoría de ellos escudados bajo motes diminutivos, todo está cargado de energía positiva. Y no es de extrañar, si tu vida transcurre tan mansa y lacia que tu mayor preocupación es que el enrollado de tu jefe no te despida de tu trabajo de repartidor de sándwiches a domicilio, no vaya a ser que pierdas tu espaciosísimo apartamento y no puedas comprarte trapitos de colores que lucir con estudiada desgana en compañía de tu troupé de colegones, tan fashion como estudiadamente rebeldes y contestatarios ─ahí está como prueba ese alocado baile prohibido en el centro comercial, el culmen de la desobediencia anti sistema─. Nada en la película tiene sentido ─en su desarrollo, claro, no en un guión pueril hasta decir basta─, más allá de ser una excusa que hile una coreografía con otra, única razón de ser de un proyecto que encuentra en Charlotte Rampling el oxigenado asidero desde el que puede considerarse la cinta como una propuesta de ficción, y no como un edulcorado documental protagonizado por danzarines profesionales.Así las cosas, el aburrido, liviano, imposible de tomar en serio camino del equipo Breaking Point hacia la final del campeonato nacional de brincos orquestados con perfección milimétrica cuenta a su favor, más allá de la excelencia acróbata de los aleladísimos miembros del reparto coral, con una estimable sinceridad que rehúye rancias moralinas reaccionarias al estilo de los niñitos de HSM y derivados. Lo que quieren es bailar, y en eso coinciden con el palco al que se enfoca su trabajo. Nada importa el absurdo en el que desarrollan sus existencias ─en la ficción, por supuesto─, retándose metódicamente en gigantescos clubs en los que nadie consume, un ejemplo de filantropía por parte de los gerentes del ocio nocturno londinense sin parangón ni precedente; ni a nadie ha de ofender que la muchachada abuchee ruidosamente la magia del Cascanueces, al menos hasta que una remezcla lo convierta en lo más de lo más, dando rienda suelta a la fogosidad teen imperante. Sin hablar del montaje o el nivel interpretativo, todo ello difuminado y descuidado al son de los éxitos musicales del momento. Es lo que quieren, es lo que hay. Y mañana ya veremos.

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